En la Ciudad de México, basta una esquina y un anafre encendido para entender por qué el taco al pastor es el rey absoluto del antojo. El humo se mezcla con el bullicio del tráfico, el olor a carne marinada flota entre cláxones y risas, y ahí está el taquero, con cuchillo en mano, girando el trompo como si fuera un acto sagrado. Cada corte es un movimiento aprendido con los años: una lámina delgada de cerdo, una pizca de piña, una tortilla calientita y, al final, un toque de salsa verde que despierta hasta al más dormido.
El taco al pastor nació de un encuentro improbable: la tradición libanesa del shawarma y el ingenio chilango. Los primeros migrantes trajeron el asador vertical, y los capitalinos lo hicieron suyo con achiote, chiles secos y piña. Así nació el trompo que desde los años 60 no ha parado de girar, repartiendo sabor en barrios, mercados y avenidas de toda la ciudad.
El ritual taquero es tan cotidiano que se ha vuelto una forma de convivencia. Hay quienes llegan en la madrugada, después del antro, buscando “dos al pastor y una de suadero para emparejar”. Otros prefieren el mediodía, con la chela fría y el sol rebotando en los mosaicos del local. En cada mordida se cuentan historias de barrio, de familias que han heredado el oficio y de clientes que regresan una y otra vez, sin importar la hora ni la fila.
Taquerías como El Vilsito, que de día funciona como taller mecánico y de noche se enciende en rojo, o El Huequito, con más de medio siglo de historia, son templos del sabor. Pero la magia también está en los puestos modestos: esos que resisten en esquinas de Álvaro Obregón o San Cosme, donde el trompo se dora con paciencia y la receta cambia según la mano del maestro.
En 2025, los tacos al pastor cruzaron fronteras. Videos virales en TikTok e Instagram muestran trompos girando sin descanso y turistas maravillados probando su primer taco chilango. Algunos locales incluso fueron reconocidos por guías internacionales, confirmando lo que los capitalinos ya sabían: el mejor manjar de México se sirve en la calle, en una tortilla de maíz y con un toque de piña.
Las variantes también se multiplican. Las “gringas”, con tortilla de harina y queso fundido, se han vuelto favoritas en noches largas; y nuevas propuestas como el pastor negro o el vegano con hongos al achiote conviven con la tradición sin perder su esencia. Lo importante sigue siendo lo mismo: buen sazón, buena salsa y una tortilla que aguante el peso del antojo.
Detrás de cada taco hay generaciones enteras que aprendieron el arte del fuego. Son familias que, con esfuerzo y sin pretensiones, alimentan a una ciudad que nunca duerme. Para muchos, el taco al pastor es el desayuno, la cena y, a veces, la salvación después de un día pesado. Es el alimento del pueblo, pero también el orgullo de una metrópoli que ha sabido convertir lo simple en arte.
Hoy, el taco al pastor no solo se come: se presume, se comparte, se celebra. Es símbolo de identidad y testigo de miles de historias que empiezan igual: con un “¿de pastor, joven?”. En tiempos donde todo cambia, el trompo sigue girando, recordándonos que en la Ciudad de México hay tradiciones que se resisten a detenerse.